DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 8: QUE DIOS OS LIBRE DE MI IRA
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DÍA 8: QUE DIOS OS LIBRE DE MI IRA
Cuando tenía unos 16 años jugaba a baloncesto. Se me daba fatal la parte esencial de este deporte: botar el balón. Todos los partidos me los pasaba corriendo de un lado a otro rezando para que nadie me pasase el maldito balón, porque en cuanto eso ocurría, daba el primer bote y se me iba de las manos. Soy tan torpe y descoordinada que una vez en clase de spinning la profesora paró la clase, se acercó a mi bici y me dijo: “¿Estás bien?”. Jadeando le respondí como pude: “Claro que estoy bien, ¿por qué me lo preguntas?”. “Pues porque todos llevan el ritmo de la música excepto tú”. Os juro que cuando bailo, hago zumba o cualquier deporte que exija una coordinación mínima, creo que lo hago super bien. Pero no. Mi profesora de spinning me lo dejó claro, y mi madre cuando me vio una vez danzar para entretener a Nathalie en el salón de casa, se rió tanto que ahora cuando se aburre me pide que la entretenga con alguno de mis bailes. Como si fuese su bufón particular en vez de su prodigiosa hija. Lo mismo me pasaba con cantar. Tengo alma de estrella de rock y lo único que me falla es la voz. Hubo una época que me grababa cantando. Si esa cinta llegase algún día a las manos de Iker Jiménez, estoy segura de que la pondría en uno de sus programas de Cuarto Milenio como una de las más aterradoras psicofonías que ha escuchado jamás. Así que si alguna vez dudas en si haces algo bien, grábate. Pero antes prepárate para la muerte casi instantánea de gran parte de tu ego.
Claro, con 16 años, en plena ebullición de mi personalidad y sin si quiera ser consciente de lo poderoso que era mi ego, yo pensaba que era buena al baloncesto. Tanto, que me pasaba horas practicándolo. He de reconocer que botando era malísima, pero defendiendo era la mejor. Luchaba por coger el balón como si fuese el último huevo kinder que quedaba en casa y mis hermanos quisieran arrebatármelo. Y transmitía esas ganas de guerra a mi equipo, lo que hizo que durante varios años fuese la capitana.
Pero me obsesioné tanto con este deporte que toda mi ira (en aquellos años juveniles era mucha) la volcaba en él. Así que a veces en los partidos me enfurecía cuando las cosas se tornaban, a mi parecer, en injustas. Si el árbitro me pitaba una falta y yo opinaba lo contrario, le quitaba el balón y le daba una patada mientras le miraba enfurecida. Si me peleaba con alguna contrincante que me odiaba sin motivo alguno y me expulsaban, me iba gritando y arramplando con todo lo que había alrededor. Una vez tiré el banquillo de mi equipo y me encerré en el vestuario con un portazo mientras gritaba cosas grotescas que menos mal que no recuerdo.
Luego venía el entrenador, me daba un buen sermón y prometía que la próxima vez aprendería a controlarme. Nunca cumplí con mi promesa.
Hoy he sentido toda esa ira de golpe. Ira porque no entiendo que la gente en este país continúe sin ser consciente de la gravedad de la situación que estamos viviendo ahora mismo. Ira porque hoy mismo han multado a un grupo de escaladores que han decidido que el confinamiento no atañe a los hippies que viajan en furgo. Ira por la gente tan idiota que se cree que, como es fin de semana, tienen derecho a hacer alguna escapadita a la costa para que la brisa del mar les cruce la cara. Ira por los dos surfistas que hace unos días intentaron escapar de las autoridades nadando hacia otra playa y movilizaron a un helicóptero y a un barco para dar con ellos.
Mira que nunca deseo mal a nadie. Pero ojalá el Coronavirus supiese distinguir entre las buenas personas que nos están salvando la vida, o como mínimo haciéndonosla más llevadera, como médicos, enfermeros, auxiliares, policías, militares, dependientes de supermercados, empleados del sector de la limpieza, camioneros, repartidores y demás puestos de trabajo imprescindibles en esta crisis, y vosotros, que sois la peor calaña de esta sociedad.