DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 43. SPIDERWOMAN
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DÍA 43. SPIDERWOMAN
La escalada es un deporte que te convierte en una persona obsesiva. Allá por donde paso, voy colocando las manos en forma de pinza o intentando agarrarme a cualquier regleta, o buscando pequeños huecos entre el cemento donde quepa mi bidedo. Es algo así como que, de la noche a la mañana, te crees Spiderman. O en mi caso, Spiderwoman. Pero que te lo crees de verdad, ¿eh? Luego ya empiezas a ver que sigues siendo un humano normal y corriente. Sólo cambia el tamaño de los juanetes de los pies, el cual aumenta al mismo ritmo que mejora tu técnica. Al contrario que tu vida social, que se reduce a buscar vías de escalada donde haya cerca un parking para dormir con la furgo y así sólo tengas la obligación de hablar con las cabras y con tu compi de escalada. Los únicos problemas existenciales se resumen en: “¿coloco el pie en bicicleta para que mi mano llegue a ese hueco o hago un lance y confío en el trabajo de suspensiones que llevo haciendo todo este año?” Por otro lado, si no tienes pareja, tus posibilidades de encontrarla en este mundo, tan hippie y asocial, son ínfimas. Si a eso le sumamos, que lo que solían ser tus aterciopeladas manos se han convertido en un trapo áspero y desagradable al tacto, ya no te queda esperanza.
Eso sí, aunque el mundo de la escalada esté lleno de furgoneteros amantes de la montaña, no te pienses que han dejado de lado su versión más materialista. Al contrario, ahora se gastan aún más dinero que antes. Pero todo destinado a este deporte. El color del grigri, del arnés, de la cuerda y de las cintas tiene que ir a conjunto. No puedes subir una vía con cintas de colores dispersos porque la afean de tal manera que te puedes distraer y caerte al intentar llegar a la reunión. Y no hablemos de los malditos pies de gato, que cuanto mejores son, más reducen tu pie al tamaño de una judía mal formada. Yo acabo de perder los míos, así que en cuanto acabe la cuarentena iré a una tienda de montaña y le diré al dependiente: “dame los pies de gato que más puedan retorcer mis dedos. Eso sí, que vayan a juego con mis cintas azules, por favor.”
Lo mejor de todo es que el escalador no cuida absolutamente nada en su vida, excepto su material de montaña. Tú te reirás porque yo le hablo a las plantas, pero he visto a escaladores que mientras se colocaban el arnés, sacaban sus cintas de mantas acolchadas y les decían: “hoy mis pequeñas, vamos a conseguir el proyecto por el que llevamos sufriendo tantos fines de semana”. Juzga tú quién está mejor de la cabeza.
Para el escalador, el magnesio es como el oro: nunca llevan encima pero en cuanto encuentran un poco de alguien ajeno, lo saquean. Además, hay distintas calidades: está el magnesio que parece cemento, el que tiene tropezones pero aún puede servir y el que es tan suave que te entran ganas de zambullirte en él entero. Y si no tienes a mano, te sirve de excusa perfecta: “es que no tenía magnesio y me he resbalado”. Yo lo que hago es que antes de empezar a escalar me hecho magnesio hasta en las pestañas, luego comento, al primero con el que me cruzo, que el proyecto en el que estoy inmersa es muy duro pero divertido porque me obliga a buscar movimientos complejos, y ya si eso me hago un quinto facilito de primera y les pido a mis compis que me hagan alguna foto en la que no se note que estoy llorando por culpa del maldito vértigo.
Pero bueno, al margen de esto, no tengo apenas ganas de escalar ¿eh? Tan sólo he examinado cien veces la pared de mi edificio para ver si es factible abrir una vía hasta el cuarto donde vivo.