DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 35. ¿CÓMO SE APAGAN LOS RECUERDOS?
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DÍA 35. ¿CÓMO SE APAGAN LOS RECUERDOS?
Esta noche mis ovarios han estado en algún after con música techno de los noventa, porque menuda fiesta se han pegado. Así estoy ahora, que voy desmayándome por las esquinas y siento que, tener la regla y llevar sufriéndola tantos años, es una buena excusa para abrir el armario de las chuches prohibidas y sabotearlo entero.
El siguiente paso va a ser cocinar un brownie de chocolate. Esta vez me va a salir delicioso porque voy a estar mirándolo todo el rato, como si fuese una acosadora de postres, para evitar que se queme. Y no me vengas ahora a mencionar con voz irritable, que esa comida lleva muchas calorías – miniminimimmimimimi – porque he hecho deporte a primera hora de la mañana para poder permitirme todos los lujos gastronómicos que se me antojen durante el resto del día. A callar y a comer.
Además, en mi familia tenemos buenos genes. Nunca hemos sido gordos, excepto uno de ellos (del cual no quiero revelar el nombre para evitar posibles denuncias) que, si come mucho y no hace deporte se hincha como una peonza. ¡Buah! ¿Te acuerdas de las peonzas? Ojalá tuviese una aquí, para enseñarte cómo soy capaz de colocarla rodando sobre la cuerda. Aquel fue uno de mis primeros dones. Pensé que me haría famosa rodando peonzas por el mundo, enseñando a niños africanos a jugar con ella, concediendo exclusivas a revistas deportivas... Terminaría escribiendo un libro sobre cómo me gané la vida haciendo lo que más amaba y cómo inspiré al mundo entero con mi pasión. Estoy siendo irónica que conste. Si tenéis algún libro con un título similar rollo “el viaje que cambiará tu vida” o “cómo transformar el mundo con tu pasión” en vuestro estante: quemadlo. Haréis un favor a lo que queda de humanidad en este mundo.
A ver, que me he ido totalmente del tema. Te estaba contando que en mi familia siempre hemos comido bastante de todo, osea mi madre nos preparaba legumbres, pescado, vegetales... Todo muy sano. Pero había un armario que estaba repleto de comida basura: conguitos de chocolate, patatas, chuches, donuts, barritas de cereales, nocilla, huevos kinder... Cuando abrías esa puerta, os juro que sonaba la misma música que debe retumbar en los oídos de los muertos cuando van a entrar al paraíso. Ahora que lo pienso, creo que por eso siempre venían amigos a casa. No era porque fuéramos populares, si no porque en la cocina tenían bufé libre de calorías. Malditos interesados. Luego dicen que los niños son ángeles. Perdona, los niños sólo piensan en comer bocatas de nocilla o palmeras de chocolate. Luego ya con la tripa llena, te sonríen y parecen buenos. Pero nada más lejos de la realidad.
De ahí que mi madre nos premiara si nos comíamos todo el plato sano, con una bolsa de conquitos o un huevo kinder. Recuerdo aquellas tardes después del cole, recién comidos, que nos sentábamos a ver “Friends” con una bolsa de conguitos para cada uno, como uno de los momentos más dichosos de mi vida.
Maldita nostalgia. Es como un viejo amor que aparece de repente, te sonríe y comienza a susurrarte lo que justamente estás deseando escuchar. Y cuando ya te ha encandilado de nuevo, pese a oponer resistencia, te tira en medio de la carretera con el motor encendido y te dice sin un sólo remordimiento: “hasta la próxima, guapa”.
Qué hija de la gran puta. No me ha tirado ni una bolsa de conguitos para llenar el vacío existencial que acaba de dejarme.