DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 34. PARÁBOLAS DE CUARENTENA
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DÍA 34. PARÁBOLAS DE CUARENTENA
Si alguna vez te doy algún consejo culinario, tú asiente como si me estuvieras escuchando. Pero nunca jamás me hagas caso. Hace poco sentí lo que Cristóbal Colón debió experimentar al descubrir América, porque me enteré de que los huevos se pueden freír en el microondas. A ver, igual he exagerado un poco con la comparación pero para alguien como yo, que desayuno huevos fritos casi todas las mañanas, es un gran hallazgo.
El fin de la época de lavar la sartén todas las mañanas y dejar la vitro sin una gota de aceite, ha llegado. Vivimos una etapa de cambios inauditos. Debería haberlo supuesto la primera vez que saqué el huevo frito del microondas con una yema perfectamente deliciosa.
Pero no. Todo ha sido un oasis. Un sueño que me ha estallado en la cara. Un huevo, más bien. Esta mañana, aún somnolienta, lo he sacado del micro a los treinta segundos y al agarrar el bol: ¡Boooooom! Ha saltado sobre mí como si tuviese vida propia y llevase mucho tiempo odiándome. Menos mal que he sido increíblemente rápida y lo he esquivado. Como contrapunto a mi fascinante velocidad, he roto un bol y tengo la cocina decorada de aceite y huevo por doquier. Mientras limpiaba el desastre, Gordo me miraba desde su sofá trono con unos ojos condescendientes que le delataban y parecía susurrar: “A esta humana mía, ¿le dan alguna ayuda social? Y en caso afirmativo: ¿dónde está mi parte por aguantarla?”
Me ha quedado claro que el camino rápido nunca lleva a buen destino. Si te fijas, casi todas las experiencias de la vida son parábolas.
Por ejemplo, la primera vez que aprendí a andar en bici, mi hermano mayor, Juanma, fue mi mentor. Me llevó a una cuesta gigante, me quitó los ruedines pequeños y me dijo: tú tírate que yo voy a ir sujetándote por detrás todo el rato. Yo confié y él me soltó. Acabé estrellándome contra un árbol gigante y rajándome la pierna. Aún tengo la cicatriz que me recuerda que nunca hay que confiar en nadie. Sobre todo si esa persona te dice: tú tírate primero que yo voy detrás de apoyo.
Un verano cuando éramos muy chiquitillos fuimos a la playa en familia. El caos era tal que, a la vuelta, mis padres estarían tan saturados de escucharnos y de cargar con sombrillas, cubos para la arena, gafas de bucear... Que se olvidaron de mi hermano Pepe, que por aquel entonces acabaría de estrenar los siete años. Cuando llegamos a casa, a mi madre no le salían los cálculos del número de hijos que había parido y mi padre volvió escopeteado a la playa en busca del hijo perdido. Él estaba allí, mirando al horizonte y pensando que quizás tendría que empezar a aprender a pescar para sobrevivir. ¿Ves? Otra parábola: aprende a contar (literalmente) a aquellos a quien amas antes de que sea tarde y ya no estén.
Para esta situación de cuarentena tengo otra parábola. Bueno, en realidad no. Quería hablar de lo típico de que, si quieres ver el bosque tienes que alejarte de los árboles, pero todos estamos encerrados entre cuatro paredes así que, o quemamos nuestros casas y nos vamos a vivir a un camping a ver el bosque o nada tiene mucho sentido.
En fin, que hoy casi que me quedo tuerta por culpa de un huevo, así que no puedes esperar mucho más de mí en esta jornada.