DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 27: TODO POR UN POCO DE RÍMEL
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DÍA 27. TODO POR UN POCO DE RÍMEL
¿No te pasa que estos días te vienen a la cabeza recuerdos extraños y no sabes por qué? Ahora mismo tengo en la memoria uno bien marcado de cuando mi padre me pilló por primera vez dando tumbos después de haberme bebido unos cinco tequilas de golpe. Aquel drama, fue “intensito” por definirlo de manera suave. Imagínate a mi yo adolescente aprendiendo a fumar, a beber y a todas esas cosas en las que comienzas a bucear ingenuamente. Ahora súmale que para mi padre, era su protegida y no había día en el que no le escuchásemos decir en conversaciones cotidianas: “claro, a sus hermanos los tengo repetidos, pero ella es única. Es mi única niña.”
Con esa fórmula, daba igual que mis hermanos se hubiesen emborrachado antes, que hubiesen estrellado su coche al cogerlo sin permiso o que incluso hubiesen pasado la noche en el calabozo. NADA se le acercaba a la tremenda tragedia de ver a su propia hija oliendo a tequila barato y balbuceando.
La historia en realidad fue divertida, ahora que han pasado más de diez años, claro. Salí con mis amigas un sábado y yo jamás me había maquillado. Nunca he sido excesivamente coqueta, pero mis amigas sí. Así que les hizo ilusión echarme rímel, colorete y pintarme los labios. Yo me dejé hacer porque quería ser como ellas y aparentar ser más madura (o inmadura, según la edad desde la que se juzgue). Siempre iba un paso por detrás de ellas en todos estos asuntos que a día de hoy, me parecen tan absurdos.
Por aquel entonces, yo tenía hora de vuelta a casa, y ellas no. O la tenían pero se la saltaban y asunto resuelto. La Remy joven era tan buena que jamás llegó un minuto tarde de la hora establecida en casa. No fui nada rebelde en mi juventud, a decir verdad. Excepto aquella noche.
Con el rímel aleteando en mis pestañas y unos zapatos de tacón que jamás volvería a usar, me sentía guapa y además, me estaba adentrando en un mundo desconocido, ¿qué más se podía pedir a esa edad? A las ocho de la tarde fuimos a un bar, luego a otro y a otro. Eran tascas de la vieja iruña donde nos servían kalimotxo y bailábamos canciones que nada tenían que ver con el reggaeton. Más vale. Ya lo que le faltaba a mi pobre padre, morir de un ataque al corazón al verme haciendo twerking.
No sé quién pidió chupitos de tequila pero yo me bebí unos cinco porque quería ser una más y poder comentar el lunes en el instituto lo malotas que habíamos sido y lo bien que nos lo pasamos abriéndonos camino en el mundo adulto. Me estoy poniendo colorada de la vergüenza ajena que me da recordar aquellos capítulos.
Así que después del tequila, mi memoria se vio dañada y sólo guardo cachitos inconexos de una amiga diciéndome que me comportara, que me iba a acompañar a donde había quedado con mi padre para recogerme en coche. Era la una de la mañana y yo llegué puntual y me dije: “Remy, tú ahora calladita que no te va a notar nada ya verás.” Claro, a mí jamás se me había pasado por la cabeza que mi padre también había sido joven, y que el camino que yo estaba haciendo a tumbos desde la salida de los bares hasta donde él me estaba esperando, él lo había recorrido unas cuantas veces más. Figuradamente hablando, por si no ha quedado claro.
Nada más verme, se bajó del coche, me agarró del brazo y me dijo: “anda ya te ayudo a subir que tú sola no vas a poder”. Esas palabras sonaron tan gélidas que ni en el Polo Norte hablan con tan poco sentimiento los pingüinos. Así que durante el trayecto me dediqué a intentar calentar el ambiente y le empecé a decir con tono contento y embriagado: “Papá que yo te quiero un montón ¿eh? Que eres el mejor, papá. Lo siento mucho, he bebido sin querer...” Mi hermano mayor, que iba sentado de copiloto porque mi padre lo acababa de recoger de un bar en el que trabajaba, no podía contenerse la risa.
Al llegar a casa yo ya fui recuperando algo de consciencia y me di cuenta de que mi borrachera iba a traerme consecuencias nefastas, así que continué abrazándole y diciéndole lo mucho que le quería. Fue un tanto cómico barra patético, pero pretendía que, en el sermón que me esperaba al día siguiente, a mi padre no se le olvidase que continuaba siendo la niña de sus ojos. Vamos, que pedía clemencia.
Él me dijo de nuevo en tono helador: “Ahora cuando abra la puerta de casa tú no hables con mamá. Sólo vete a tu cuarto directa.”
Acaté la orden como si fuera un soldado en plena guerra, pero no sirvió de nada. Mi madre me fusiló nada más entrar. Se echó las manos a la cabeza y dijo: ¡Ay madre que estás borracha y te has maquillado!
Aquello fue el comienzo de mi juventud rebelde y el fin de la misma. Todo en una noche. No hubo clemencia y me castigaron sin trasnochar hasta los veinte años.
Estoy convencida de que todo fue culpa del rímel. Siempre supe que no era buena idea. Si no me hubiesen maquillado, nadie se hubiera dado cuenta de la tajada que llevaba.