DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 24. LOS RECUERDOS NO PESAN
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DÍA 24. LOS RECUERDOS NO PESAN
Hace unos años hice el Camino de Santiago. No fue algo que hubiese planificado durante mucho tiempo, la verdad. De hecho, nunca me ha apasionado andar, para qué engañarnos. Las botas me las compré un día antes. Todo fue culpa de una película de la que ni siquiera recuerdo el título. Era julio y estaba recuperándome de la resaca post sanferminera y me esperaba todo un mes de agosto ocioso y libre de cargas laborales. Mis amigas habían planeado escaparse ese mes a Ibiza de party loca y yo aún estaba indecisa. La idea de compartir fiesta con tíos que se depilan las cejas mejor que yo y que lucen escotes casi hasta el ombligo, no me atraía en absoluto.
Con la cabeza indecisa y un calor tan pesado que no me dejaba dormir ligera, elegí una película de una chica con una mochila, para entretener al insomnio un rato. La protagonista recorría un montón de lugares molones de EE.UU a pie y me dio envidia. Dos horas más tarde ya estaba buceando en google buscando posibles rutas hasta Santiago.
Elegí el Camino del Norte porque recorría toda la costa cantábrica y saber que, aún en los malos momentos, iba a tener el mar a un lado y el monte en otro, me convenció. A eso le sumé que ese camino no era tan transitado como el francés, y me dio cierta paz saber que no iba a juntarme con una romería hasta llegar a Santiago. Nunca he entendido ese afán de reunirse en grupos enormes para ir a la naturaleza. ¡Si más de cinco personas juntas estropeamos cualquier paisaje!
Cinco días más tarde estaba estrenando mis botas en la primera etapa. Fue mi primer viaje sola y siempre que recuerdo aquella aventura, se me remueven por dentro hormiguitas cargadas de nostalgia y orgullo. Desde el primer día fui publicando un diario en mis redes sociales. Lo empecé sin darle muchas vueltas, simplemente quería dejar constancia de dónde estaba, porque mi madre se enteró de que iba a recorrerlo sola y verme en fotos sonriendo, la hacía feliz y le daba cierta calma.
Al tercer día tenía que cruzar Zarautz y al llegar a esa playa de olas movidas y tiranas, tenía la espalda destrozada. Los “por si acasos” de la mochila pesaban en exceso y decidí que tenía que ir a correos a mandar a casa varias cosas que no iba a necesitar. Allí, mientras revolvía mi mochila priorizando entre qué era esencial y qué no, aprendí una valiosa lección: las bragas se secan muy rápido y no necesitas tener tantas. Bueno, eso fue más bien un aprendizaje práctico. La lección que sigo aplicando hoy en día es que cuanto más ligero se vive más feliz se es.
Estuve a punto de dejar también mi cámara de fotos que por aquel entonces era muy básica porque aún no me dedicaba a la fotografía. Pero no sé por qué, cuando se la entregué al mensajero me miró y me dijo: “¿seguro que quieres mandarla a casa?” A lo que le contesté dubitativa: “es que pesa bastante.”
Él me observó en silencio como si alguien le estuviese chivando qué decirme y me contestó: “Pero los recuerdos no.”
Asentí, me la devolvió y ahora tengo fotos de todos los rincones que distanciaban San Sebastián de Santiago de Compostela. Son una mierda de fotos porque apenas sabía enfocar, pero vaya recuerdos guardan.
Espera, que me he puesto intensita y no quería irme por estos derroteros. Lo que venía a contarte es que en medio de aquel camino estuve a punto de coger un tren y volverme a casa dos veces. Una fue porque me habían picado chinches por todo el cuerpo, una rata se había comido un trozo de queso que guardé bajo la cama de un albergue y me pasé toda la noche vomitando. Ningún hecho era consecuencia de otro pero todo ocurrió en cuestión de 24 horas. La otra ocasión en la que estuve frente a la estación de autobuses de Llanes mirando ticket para volver a Pamplona fue porque me hice amiga de un grupo de chicos a los que amaba con toda mi alma -en el camino como en gran hermano, las emociones se intensifican- y todos volvieron a sus casas semanas antes de que yo lo hiciera. Me sentí sola y no le encontré sentido a continuar con una hazaña que ya no me divertía. Pero de repente pensé: “Remy, es sólo un día malo. Mañana será bueno y pasado también.” Además, tenía que llegar porque en Pamplona estaban apostando a favor de que no lo iba a conseguir y a mí no hay nada que me guste más en el mundo que quitarle la razón a quien se cree con derecho de ondearla como verdad absoluta.
Llegué a Santiago en volandas porque hice nuevos amigos que me auparon a la entrada de la catedral. Fue mágico. Había recorrido 753 km en un mes. Estaba tan orgullosa que me acerqué a un desconocido y le enseñé el mapa de España y le dije: Mira, todo esto lo he recorrido caminando. El hombre me miró con cara de: ¿y a mí qué coño me estás contando? Y yo me fui danzando ágil a buscar bares para brindar.
Nunca entré a besar al Santo, había demasiada cola y ya sabéis, allá donde hay más de cinco personas juntas se estropea el paisaje.
La moraleja para hoy es que, hay días malos, pero luego se multiplican los buenos y de repente estás en en el monte, o abrazando a tu persona favorita, o bailoteando feliz en cualquier lugar y ya no hay cuarentena. Así que aguanta un poco más, que ya casi entras en volandas a la Catedral de Santiago.