DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 15: NO BASTA SÓLO CON REGAR LAS PLANTAS

DIARIO DE UNA CONFINADA

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DÍA 15: NO BASTA SÓLO CON REGAR LAS PLANTAS

Todos tenemos un amigo que con la cuarentena ha perdido la cabeza. Apenas contesta a las llamadas, pero cuando lo hace y le ves en un cuadrito pequeño de una videollamada grupal, te asustas aún más que cuando estaba ausente. De pronto tiene el pelo largo y enmarañado, como si llevase desde el estado de alarma sin lavárselo, la barba le ha crecido de tal manera que suponemos que dentro guarda reservas de comidas para cuando le entre el hambre y le dé pereza levantarse del sofá, y tiene una panza que cuando intenta mear ni siquiera se la ve.

Es curioso cómo afronta cada uno este aislamiento. Unos se rapan el pelo, algunas se lo tiñen de rosa o se cortan el flequillo haciendo honor a mis paisanas vascas, y otros, como este amigo mío, dejan que la naturaleza fluya sin decoro ni belleza sobre su cuerpo. He de reconocer que hasta yo me he planteado cogerme la coleta y meterle un tijeretazo. Aún quedan días, así que si me atrevo prometo enseñártelo en vídeo.

Pero hoy venía a hablarte de mis plantas. Que en realidad no son mías, si no de mi compi de piso que me ha asignado la ardua tarea de cuidarlas. Yo le prometí que por ellas, daba mi vida y ahora me estoy arrepintiendo porque una empieza a marchitarse y otra ha cambiado de color y no sé si eso es bueno. El resto siguen intactas. Por el momento. Menos mal que a ellas no les afecta la cuarentena, porque son tan vagas como mi amigo y no se mueven de su tiesto. A veces las pongo al sol y los viernes las riego todas.

Cuando era joven y lozana, mis padres se iban siempre un mes de vacaciones y yo me quedaba responsable de la casa y de la selva que teníamos por jardín. No os imaginéis que teníamos un terreno grande pero el poco que teníamos, mi padre se había encargado de llenarlo todo de arbolitos y plantas que cuando crecieron conquistaron salvajemente toda la parcela. Ahí enterramos a algunos animales que se nos fueron muriendo: un gato negro que un día apareció en nuestra casa y le dábamos de comer pero no le tocábamos mucho porque no era muy amigable. Me lo encontré inmóvil rodeado de moscas una tarde en el garaje y llamé a mi hermano a gritos diciéndole: “David, creo que a Balú (creo recordar que ese era su nombre) le pasa algo, ven a ver.” Evidentemente, sabía que estaba muerto pero tenía miedo de que si lo cogía reviviese de repente y me atacara. Luego le tocó a un mini conejito que mi madre trajo a casa el día que mi hermano mayor se independizó. Así fue como la mujer gestionó el síndrome del nido vacío. Ese era muy majo, si le ponías boca arriba y le acariciabas la panza se dormía. También lo encontré yo muerto y mi madre aún me culpa de la desgracia porque dice que ese verano no le di de beber lo suficiente y se murió de insolación. Pero el bicho vivía en un jardín salvaje, tenía sombras por doquier y su cuenco repleto de agua fresca. La última que enterré fue a mi perrita Chispa, una pequeña golfilla que en plena pubertad se escapaba de casa y se iba a recorrer el pueblo entero en busca de rock ´n roll y drogas. La vejez no le sentó muy bien, si la intentabas coger te mordía y se quedó ciega. Esto último es triste pero era bastante gracioso verla chocarse contra los postes cuando íbamos de paseo.

No me había parado a pensarlo pero he sido la única testigo de todas esas muertes, no sé qué sentido puede tener pero algún día lo descubriré.

Aunque estoy bastante tranquila porque he desarrollado un método para que las plantas continúen todas vivas hasta que su dueña vuelva. El método lo descubrí en un programa de Cuarto Milenio donde Iker Jiménez hablaba del poder de las palabras. Hacía un experimento con dos botes de arroz blanco. Cocía el arroz como se hace normalmente. Luego lo separaba en dos botes de cristal iguales y los cerraba. A un bote le ponía la palabra “amor” y al otro, la palabra “odio”. Los dejaba en la cocina en una misma estantería y cada vez que entraba, al del amor lo cogía y le decía cosas bonitas: te quiero, qué bonito eres... Blablabla. Con el del odio hacía justo lo contrario. Cada vez que entraba a la cocina lo hacía. Al cabo de un mes, el del amor continuaba intacto y el del odio estaba amarillento putrefacto.

Sé que si eres escéptico estás poniendo cara de: “vete a timar a Paulo Coelho con esa historia”. Pero resulta que yo lo hice en casa cuando vivía con mis padres y funcionó. Al principio me sentía bastante ridícula, pero mi madre me presionaba para que lo hiciese y... ¡BOOOM! Al cabo de un mes el bote del odio comenzó a pudrirse.

Si no te lo crees, hazlo. Y encima ahora en cuarentena, que vamos al frigorífico cada cinco minutos, igual hasta surte efecto antes.

A partir de entonces, eso lo aplico a todo en mi vida y siempre voy diciendo las cosas bonitas que pienso a la gente. Las feas me las guardo porque no quiero que se pudran.

Así que eso mismo estoy haciendo con las plantas: les hablo y les digo lo hermosas que están. En un mes quizás mi piso se convierte en una selva amazónica, quién sabe.

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Remys Door

Mi nombre oficial es María de los Remedios Puerta, así que tuve reinventarlo para que la gente que sólo conoce mis fotografías no pensase que era una abuelita de un pueblo de La Mancha. Así que ahora, soy Remys Door, encantada de saber que, de alguna manera, ya hemos cruzado un saludo. Nací en el norte de España, vi poco al sol, pasé frío y soñé mucho.

Estudié la carrera de Publicidad y RR.PP. me licencié y, como la crisis estaba en su máximo apogeo, decidí emprender y crear con uno de mis hermanos un cementerio virtual. Gran idea, ¿verdad? Para los muertos digo. Para nosotros, no tanta. Mientras escribía en un blog sobre lápidas, cementerios y cipreses, la fotografía llegó en un saco de los Reyes Magos gritando mi nombre. En aquella época, mi hermano mayor jugaba a cabalgar sobre sus billetes verdes -no el que estaba diseñando tumbas, ése era bastante pobre- y aquellas Navidades se vino arriba y me regaló una réflex. Recuerdo que aquel frío día de enero me eché a la calle nada más amanecer y comencé a hacerle fotos hasta a las hormigas que se amontonaban en frente de mi calle. Evidentemente, todas salieron desenfocadas, quemadas o demasiado oscuras. Pero... ¡Qué sensación aquella!

Aquel regalo marcó un antes y un después. Mi cámara se convirtió en una extensión de mi cuerpo. Incluso cuando no la llevo, sigo disparando. Así fue como a día de hoy, en vez de decirle a la gente que diseño tumbas virtuales, contesto que soy fotógrafa. Y más vale.

En este arduo camino que supone emprender he aprendido mucho y cuanta más experiencia acumulo, más necesidad tengo de compartir lo que sé. A través de mi cámara he descubierto quién soy. Creo que la fotografía tiene un poder terapéutico increíble: todas disparamos hacia fuera, mientras miramos hacia adentro.

Actualmente, además de sesiones de fotos, imparto cursos online relacionados con la fotografía, realizo mentorías creativas online, y escribo posts para distintas marcas. Todos mis servicios quieren cumplir el cometido de ayudarte en la comunicación de tu marca y a que en definitiva, te conozcas más a ti misma. Si te has quedado con ganas de saber más pregúntame lo que quieras. Te informaré encantada de lo que necesites. Y ya que estás aquí, ¡te deseo una feliz vida!