DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 57. LOS TRUCOS DE LA MEMORIA
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DÍA 57. LOS TRUCOS DE LA MEMORIA
Comentando con una amiga los días que llevamos confinados, me ha dicho alegremente: “Pues a mí se me ha pasado rápido”. Yo le he contestado: “Claro, a toro pasao no le mires el diente”. Ella se ha empezado a reír y me ha corregido: “Remy, el refrán no es así”. “Ya sé que no es así, pero tu afirmación sobre la velocidad del tiempo en esta cueva, se aleja aún más de la realidad.”, le he contestado.
Por fin nos han dado el pase a la fase 1, y no me extraña que nos pongamos a recordar todo lo que hemos vivido en estos dos meses. Como si de pronto, nos hubiésemos aliviado de haber sobrevivido a una terrible enfermedad, de la que hemos evitado hablar para no darle aún más importancia.
Sé que no viene a cuento, pero te quería comentar que en plena pre adolescencia, cuando aún vivíamos en Honduras, yo tenía una dentadura que cuando me reía por la calle, los desconocidos me echaban monedas por compasión. Como los funambulistas que se ponen en los semáforos a hacer malabares, y a cambio recogen dinero por su arte. Lo mismo me ocurría a mí, pero en vez de arte, tenía unos dientes mareaos bailando por mi boca. Con el dinero recaudado, mis padres me llevaron al lugar que más odio de toda el planeta: una clínica dental.
Allí pasé parte de mi juventud. Entraba a consulta, el dentista me ponía anestesia y al lío. A veces incluso se confundía de la zona bucal que me dormía y cuando me estaba intentando arrancar algún diente y yo casi me desmayaba del dolor, él me decía: “uy, creo que me he confundido y no te he dormido bien la zona”. Sacaba otra jeringuilla, y vuelta al ruedo. Recuerdo vivamente que, cuando me metía los alicates y acercaba su cara a la mía, le temblaba muchísimo la barbilla. Si en algún momento de mi existencia, aprendí a odiar, fue justamente en aquel instante. Yo no sé la cantidad de dientes y muelas que me sacaron. “Es que hay que hacer hueco a los nuevos dientes”, decía el psicópata de barbilla hiperactiva. A día de hoy intento no darle muchas vueltas al tema, porque no sé qué me hicieron exactamente cada vez que iba a consulta. Al volver a España, la dentista que me volvió a mirar la boca, le comentó a mi madre, mientras observaba detenidamente mis colmillos: “Y dice usted, que lleva acudiendo a que le mejoren la dentadura un par de años, ¿no? Pues siento decirle que nada de lo que le han hecho ha servido para mucho.”
Imagínate, dos años de dientes arrancados con su posterior recuperación de varias jornadas sin poder comer normal y demás molestias. A mi madre, en aquel entonces le daba tanta pena que, cada vez que salía de allí con la boca llena de gasas, me llevaba a alguna juguetería y me decía: “elige tu regalo”.
Hace poco le recordé un día que salimos del dentista y cuando llegamos a casa, mis hermanos estaban comiendo conguitos de chocolate y claro, yo no podía porque tenía la boca encharcada en sangre. Estallé en ira y monté un buen espectáculo.
Ella intentó hacer memoria y me contestó: “Ay Pulgui, mi cerebro es bastante sabio y se ha encargado de borrarme todos los malos recuerdos”. Aquella frase me dejó un poco tocada, porque la mujer no se acuerda de la mitad de nuestra infancia.
Yo sólo espero que aunque hayamos acumulado recuerdos feos durante esta cuarentena, no los olvidemos rápido; para aprender a valorar que, ni ir al dentista frecuentemente es tan sano, ni la vida es algo que nos vaya a durar para siempre.