DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 51. LOS PRISMÁTICOS DE LA PLAYA
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DÍA 51. LOS PRISMÁTICOS DE LA PLAYA
Desde pequeños, los veranos los hemos pasado en la casa de la playa. Frente a ella hay una isla, que hace muchos años compró una mujer pero luego la abandonó porque – imagino yo – se dio cuenta de que las gaviotas, con las que convivía, no le daban mucha conversación y eran unas vecinas demasiado estridentes al amanecer.
Al lado de la isla hay un peñón del que saltamos desde que mis padres no nos lo permitían. Evidentemente, lo hacíamos sin su consentimiento porque a esa edad uno cree ingenuamente, que puede ser más listo que sus progenitores. Mi madre se compró unos prismáticos exclusivamente para vigilarnos desde casa cuando nos íbamos nadando hacia la roca gigante. Me la imagino rezando o gritando, en el momento en el que veía los cuerpos de sus hijos saltar al vacío.
Cuando volvíamos a la orilla, sintiéndonos rebeldes y poderosos, ella nos decía: “Anda que sí me hacéis caso ¿eh? Ya os he visto saltando. Pero bueno, lo habéis hecho muy bien. Sois unos valientes”.
Ya ves, en vez de castigarnos o gritarnos, siempre elegía el lado bueno del asunto. Y nosotros nunca supimos valorarlo, porque el ego de un niño ocupa todo su hemisferio.
Un agosto de hace un par de años, mi padre convenció a mi madre para ir nadando hasta el peñón. Ella, que ama el sol, no es una apasionada del mar, pero aquel día, se había bebido un par de cañas en el aperitivo y estaba motivada. Allá que se fueron los dos como un par de buenos mozos en época de noviazgo. Mi madre no pretendía tirarse del peñón. Ni yo lo hubiera imaginado jamás. En eso, ambos son la noche y el día. Mi padre peca de temerario y mi madre, de precavida.
Pero ya te digo que, aquella mañana de verano, algo raro le pasaba a mi madre. Quizás iba a haber luna llena, los astros se habían chocado o los signos del zodiaco estaban alineados con algún planeta estrambótico. Vete tú a saber.
Todo surgió con la típica frase española que tanto aviva el orgullo de algunos. “¿A que no tienes huevos a tirarte?” le debió decir mi padre.
Mi madre le contestó: “Huevos no tengo. Pero ovarios sí.” Acto seguido se subió a lo alto del peñón y le miró con superioridad -literal y figuradamente-. Se santiguó, contó hasta tres y allá que fue.
Imagino que ahora estás pensando que su salto fue majestuoso y se zambulló en el agua con el arte que tiene una gaviota cuando se lanza con precisión a pescar al mar. Nada más lejos de la realidad.
Su brinco lo apodamos como el “salto de la gamba”, porque al caer lo hizo como si se creyese un crustáceo. Quizás en su subconsciente pensó que si no quería hacerse daño al chocar contra el agua, lo mejor era pillar la postura de algún animal marino. Menos mal que no le dio por parecerse a un pulpo.
Mi pobre madre sacó la cabeza del agua y casi antes de volver a respirar le gritó a su compañero de vida: “¡¡¡Ayyyy que me acabo de romper una costilla!!! ¡¡¡Y todo por tu culpa!!!”. Mi padre casi se ahoga de la risa.
Cuando salieron del agua, me llamaron y me lo contaron entre risas. Mientras les escuchaba e imaginaba la escena, deseé haber podido estar allí vigilándola con los mismos prismáticos que ella utilizaba con nosotros cuando éramos pequeños. Porque ahora soy yo la que vigilo, rezo y deseo que ella sea inmensamente feliz y que no sufra por absolutamente nada.
Feliz día mamá.