DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 37. UNA DOCENA DE CHURROS, POR FAVOR
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DÍA 37. UNA DOCENA DE CHURROS, POR FAVOR
Creo que lo más terapéutico que he hecho en estos 37 días de aislamiento ha sido escribir cada jornada este diario. Es lo que me ha mantenido siempre activa. Cuando lo empecé, pensaba que esto duraría a lo mucho una semana y que sería gracioso documentarlo. Ahora, después de un mes, llevo cincuenta hojas escritas y un montón de autoretratos que han hecho que esta cuarentena sea divertida y creativa.
Esto parece una despedida... ¡Pero no! El diario va a continuar hasta que el señor Presidente levante el estado de alarma y pueda celebrarlo con una cerveza. Lo que pasa es que hoy estoy muy feliz porque han anunciado que a partir del 27 de abril los niños van a poder pisar las calles y volver a jugar. Son las mejores noticias que he he escuchado en todo este tiempo. Sobre todo porque abajo tengo unos vecinos de unos cinco años que son salvajes y a veces fantaseo con poner hueveras por las paredes de su casa para insonorizarlos, y con otras cosas más violentas que prefiero no contar para que no creas que tengo algún que otro rasgo de psicopatía.
¿Sabes que hoy es domingo? Yo he caído en la cuenta cuando estaba paseando al Gordo a las ocho de la mañana y no había ni un alma en la calle. Se me ha hecho extrañísimo porque a esa hora ya hay coches yendo a trabajar y estaba todo desierto. Y claro, entonces he caído: soy la única pringada que sigue madrugando en domingo. Luego he pensado que ojalá las churrerías abriesen porque me harían extremadamente feliz.
Hace unos años odiaba cualquier tipo de rutina. Supongo que las asociaba al aburrimiento, a la no aventura. Sin embargo, a medida que he ido madurando creo que paso por ciclos en los que necesito muchas emociones e intensidad y otros, en los que sólo busco estar en paz y tranquila. Es en esta última etapa cuando he hallado mucha dicha en madrugar para pasear con patines por el río con Gordo cuando todo el mundo duerme, y la ciudad entera escucha el eco de nuestros pasos. En beberme una infusión mientras leo el último capítulo de algún libro que me tiene enganchada. En comprar churros los domingos para desayunar al sol de mi terraza. En pasarme el día en el monte escalando y respirando primavera. En ir a comer cocido a casa de mis padres y aprender a hacer acuarelas con mi madre mientras Nathalie nos roba pinceles para pintarse la cara. En beberme un café mientras me preparo para trabajar, viendo el último capítulo de la Resistencia. Esa es la mejor rutina de todas: empezar el día muerta de risa.
Cuando acabe esto me voy a alegrar, por supuesto. Pero tengo una punzada de nostalgia esperando a clavárseme, porque ya no va a haber hueco para este diario, ni horas desiertas para rellenarlas de autoretratos con Gordo, ni tapers de la madre de Patri, ni abrazos virtuales, ni videollamadas intempestivas que alegran hasta a las cucarachas. Y joder, he sido feliz aquí encerrada y el cambio va a ser mejor. Pero aun cuando la serpiente muda de piel, siempre echa de menos la que una vez tuvo.