DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 13: ACABO DE VOLVER DE LA PLAYA
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DÍA 13: ACABO DE VOLVER DE LA PLAYA
Un amigo me ha mandado un vídeo que hablaba de un experimento que habían llevado a cabo un grupo de neurocientíficos y que se basaba en que antes de dormir debías escribir en un papel cinco cosas positivas que te habían ocurrido durante el día. Si lo hacías durante un tiempo prolongado, pronto comenzabas a notar que tenías más energía y eras más alegre.
No sé cuánto dinero se habrán gastado en semejante descubrimiento pero vamos, que eso lo sé hasta yo sin haber hecho pruebas, y mira que de inteligencia no es que ande muy sobrada. Aunque pensándolo bien, sí que creo que alguna vez he llevado a cabo un experimento similar.
De pequeña, cuando mi padre nos echaba la bronca era todo un espectáculo. No uno de los que vas a ver payasos y te ríes, o vas a Disneyland y te haces fotos con Mickey. No, de esos no. Era de miedo. Terror más bien. Para que veas que no exagero tengo de testigos a mis hermanos. Cuando volvíamos los cinco del cole a comer a casa, mi madre colocaba la cámara de vídeo de los viajes encima del frigorífico y nos grababa hasta que nos habíamos comido las lentejas, el puré o las judías. Sobre todo nos grababa con las judías porque no nos gustaban nada y claro, montábamos en la cocina una mini guerra civil. La pobre mujer, desesperada al no saber cómo domesticarnos, nos amenazaba: “esto empieza a grabar ya, como no os portéis bien y comáis, se lo enseño a Papá luego.” Te juro que en cuanto le daba al botón rec comíamos como si fuésemos niños de posguerra hambrientos. Ni una mísera judía quedaba en los platos. Mientras masticaba pensaba: “imagina que son conguitos de chocolate, a que están ricos, ¿a que sí?” Tanta neurociencia para qué, un padre como el mío es lo que les hacía falta a los investigadores del positivismo.
Otras veces, imagino que cuando la cámara se quedaba sin batería, como sabíamos que éramos libres y ya no había autoridad que nos castigase, volvíamos a nuestra batalla campal. Mi pobre madre escapaba de la cocina y aunque nunca lo ha admitido, estoy segura de que en medio de la desesperación estuvo tentada a coger una maleta y huir, o a prenderle fuego a la casa con sus vástagos dentro. Ambas acciones hubiesen estado legitimadas, te lo aseguro. Pero mi madre es una mujer que con la presión se crece, y un día que volaban albóndigas como granadas por la cocina ella gritó: ¡Se acabó! ¡Voy a llamar a papá y vais a hablar con él!
Uno a uno en fila y manchados de salsa de tomate y trozos de albóndiga, fuimos pasando en orden por el teléfono. Parecía que estábamos en una marcha fúnebre y que al otro lado del receptor, nos esperaba la muerte. Ninguno de los hermanos recordamos qué nos decía con su voz grave y tosca pero cada uno volvíamos a nuestro plato, nos lo comíamos en silencio y hasta lo dejábamos bien colocado en el lavavajillas.
Pero la vez que más recuerdo haber conseguido evadirme de la realidad e irme a algún paraíso tropical fue una tarde que mi padre nos colocó frente a él y comenzó a gritarnos. Quizás fue porque mi hermano Juanma meó en los zapatos que había dejado mi tia abuela en el cuarto de invitados o por los sustos que le pegábamos al abuelo cuando dormía la siesta. No sé cuál sería la razón, pero siempre nos echaba la bronca a todos. Supongo que dio por sentado que era muy complicado saber quién había hecho qué y decidió que una bronca en común era más efectiva que ir uno a uno.
Así que ahí estaba yo, tiesa como el ciprés más alto del mundo, esperando a que se dirigiese a mí. El suelo temblaba al ritmo que mi padre vociferaba. Yo miraba hacia abajo pensando: “No te muevas que así igual no te ve ni te dice nada. Estate quieta, muy quieta. Mira, al menos puedes mover los dedos de los pies que eso él no lo ve”. Mientras agitaba sus brazos sermoneándome yo no escuchaba, simplemente me concentraba en mover ágilmente los dedos de los pies y llevármelos de paseo a alguna playa donde merendaba gustosamente mis conguitos de chocolate.
Supongo que por eso estoy llevando tan bien esta cuarentena, porque sé que haya donde esté, mi mente continúa siendo tan libre como cuando me escapo en la Blackie con Gordo.