DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 39. UNA NOCHE FUI UNA ESTRELLA DE ROCK
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DÍA 39. UNA NOCHE FUI UNA ESTRELLA DE ROCK
Quiero una guitarra para mi cumpleaños. En mi casa, tres de mis hermanos la tocan. Yo lo intenté en mis tiempos mozos pero me desesperaba tanto que lo dejé. Mis dedos morcilla se enganchaban a las cuerdas de tal manera que cuando aporreaba la guitarra, ésta parecía ahogarse.
Cuando tuve a Blackie pensé que un ukelele quedaría monísimo y sería muy guay hacer hogueras y tocarlo en ellas. Ya conocéis mi obsesión por las pelis americanas. Pero para ser sincera, creo que el ukelele suena mucho peor que una guitarra. Así que no le hice mucho caso, cogió polvo y desapareció en alguna de mis mudanzas.
Con los años he aprendido que nada sale bien a la primera, ni siquiera a la décima. Así que estoy dispuesta a darle otro intento. Sólo me hace falta una guitarra y ganar agilidad con mis manos. Lo primero es más fácil de conseguir que lo segundo. Aunque también sé que hay cosas en las que uno nunca va a mejorar y hay que ser humilde y aceptarlo.
Cuando estaba en mis veinte (joder, me siento muy mayor después de esta frase), vivía convencida de que iba a ser una estrella de rock o de folk country. Tenía alma para ello. Lo único que me fallaba era la voz. Aquello me tenía un poco frustrada porque me grababa cintas cantando para ver si mejoraba y eso era lo más dantesco que he escuchado en mi vida. No me pasa como con mis propios pedos, que a veces, como son míos, pues me huelen hasta bien. Mi voz es estruendosa y sin ritmo ni sentido alguno.
El caso es que llegaron las fiestas de mi pueblo en Navarra, mundialmente conocido como Zizur. La primera noche teníamos la jarana montada en el baile de madrugada. Yo envidiaba mucho al cantante de la orquesta. Estaba interpretando el papel para el que yo había nacido. La vida me pareció muy injusta en aquel momento. Pero tres cubatas más tarde, el cantante hizo al público una oferta inigualable: “¡¿Quién quiere subir al escenario a hacer un irrintzi?!”
Yo escuché subir al escenario y directamente ya estaba arriba. Subieron conmigo otras tres personas y cuando miré hacia el público y vi la plaza llena le comenté al de al lado: “Oye, ¿pero ahora qué hay que hacer?” “Tú tienes que gritar irrintzi cuando te pasen el micrófono,” me dijo.
“Irri... ¿Qué?”
Así me quedé, intentando descubrir en el escenario qué era esa palabra extraña.
Más tarde descubrí que Irrintzi es un grito agudo, estridente y largo que antiguamente se utilizaba en el País Vasco entre los pastores y gente de campo pero que, a día de hoy se usa como una manifestación de alegría en fiestas y jolgorios. Vamos, como el olé de Andalucía pero en versión Euskalduna y con una complejidad de cuerdas vocales que ni Pavarotti.
El caso es que cuando el micrófono llegó a mis manos me sentí tan poderosa que me puse en medio y grité el primer irrintzi de mi vida. Evidentemente no tuve ningún arte, fue más bien patético. Pero la ginebra que llevaba en el cuerpo suavizó mucho la vergüenza y decidí que, ya que nunca iba a poder ser cantante por mi voz, iba a aprovechar mi única oportunidad de fama de la mejor manera posible. Así que mientras mis compañeros de irrintzis bajaban del escenario, yo agarré bien fuerte el micrófono y empecé a decir: “Remy, Remy, Remy...” En un momento toda la plaza coreaba mi nombre. Es importante saber que estábamos en mi pueblo y no entrarían más de doscientas personas ahí, pero yo sentí que estaba en la super bowl, que sonaba el himno de mi vida y todo el mundo lloraba y se emocionaba al verme ahí en medio cantando mi propio nombre. El cantante empezó a flipar y como vio peligrar su puesto, vino a quitarme el micrófono y yo me fui medio corriendo-bailando hacia el otro lado del escenario. Estuvimos jugando al gato y al ratón mientras en todo el pueblo se escuchaba mi nombre y mi ego crecía más que las acciones de Amazon durante la cuarentena.
Llegó un momento que me dije: “Remy, el arte de toda estrella es terminar el show en lo más arriba del umbral de emociones, así que no me decepciones”. Me paré en seco, miré a mi público y les dije: “Me tiro ¿eh? ¡Cogedme malditos!” Le devolví el micrófono al cantante al tiempo que me disculpaba y le decía: “Perdona, son gajes del oficio.”
Conté hasta tres y me tiré. Volé como una auténtica rock star. Afortunadamente los de abajo tenían más cabeza que yo y no me dejaron romperme la cara en el cemento. Aún recuerdo aquel salto en mi memoria como uno de los momentos más espectaculares de mi vida.
Fui una estrella de rock por una noche. Sí, ya sé que no fue en un concierto de Coachella si no en mi pueblo de Zizur, pero ya quisiera Bono tener unos fans como los que tuve yo aquella madrugada.