DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 32. AÚN NOS QUEDAN SUEÑOS POR CUMPLIR
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DÍA 32. AÚN NOS QUEDAN SUEÑOS POR CUMPLIR
No sé si sabes que me flipan los tatuajes pero, como cambio de opinión cada vez que hay luna llena, me da muchísimo miedo llenarme el cuerpo de dibujos y a las dos semanas estar aburrida de verlos. Ya ves, el compromiso me da tantísimo terror, que no me caso ni con mis propias ideas.
De hecho, tengo varios tatuajes ya pensados y no hay manera de que me lance a inyectarme tinta en la piel. Creo que un tatuaje simboliza muchas cosas. Es como una fotografía que, cada vez que la ves, te transporta al momento exacto en que te retrataron. Por eso considero tan importante saber cómo, cuándo, por qué y con quién hacértelo. De ahí que no sea casualidad que los tres tatuajes que llevo en el cuerpo sean pequeños y además estén situados en partes del cuerpo que mis ojos no intuyen a simple vista: la nuca, la parte de atrás del tobillo y la clavícula.
Cuando me los hice, no les di demasiada importancia. Todos atravesamos una época en la juventud en la que nos creemos salvajes y que nuestros hechos jamás van a tener consecuencias. Y de repente, llegas a los treinta con unas letras chinas rodeándote el brazo y... ¡Zas! Te das cuenta de lo gilipollas que eras y por consecuencia, sigues siendo. En mi caso, fui afortunada y las letras chinas estaban a punto de pasar de moda cuando cumplí la mayoría de edad. Así que puedo contaros la historia de cada uno de mis tatuajes con cierto alivio.
El primero me lo hice a los 19 años aproximadamente. Me leí un libro de Nelson Mandela, me vi la película de Invictus y me flipé con la vida tanto, que quise memorizarlo todo en mi piel. En la nuca llevo el fragmento de un poema de William Ernest Hemley que aparece en la película Invictus: “Soy el dueño de mi alma, soy el amo de mi destino”. Y además, me lo puse al revés para que sólo pudiese leerlo al verlo en el espejo. “Jugada maestra, Remy, así nadie va a leerlo”, me dije orgullosa. Pero claro, empecé a trabajar de camarera y se me acercaban clientes borrachos y me decían: “oye, ¿qué pone en tu tatuaje de la espalda? Que no sé si es porque voy muy ciego y no distingo bien las letras o está en otro idioma”, o el típico de “oye pero tu tatuaje es un poco machista ¿no? Debería poner Soy la dueña de mi destino y soy la capitana de mi alma”, o el más lúcido de todos: “¿Sabes que el tatuaje que llevas escrito en árabe igual no significa lo que tu crees y te han timado?”
En fin, un tatuaje que para mí era profundamente bonito se fue deteriorando en la boca de los ignorantes que hablaban sobre él. Aún así, me sigue encantando y no me lo quitaría jamás, sobre todo porque no me lo veo nunca.
El segundo tatuaje es una palabra que últimamente se ha hecho muy famosa pero que la vi hace años en un documental y me enamoró: “Mamihlapinatapai”. Es la palabra más concisa del mundo y por tanto, no hay ninguna en ningún otro idioma que posea el mismo significado. Y significa – redoble de tambores – la mirada entre dos personas cuando las dos se quieren decir lo mismo pero ninguna de las dos se atreve.
Ese momento en el que te gusta alguien y notas que tú también a él/ella. O cuando quieres disculparte con alguien a quien quieres pero no sabes cómo, y la otra persona está igual... Aquí tienes la palabra que lo define. ¿No te parece pura magia?
El último es un match tattoo que le obligué a hacerse a Edurne cuando fui a visitarla de sorpresa a un pueblo perdido en la costa de Gales. Hasta entonces no sabía que ese lugar estaba tan lejos. Si has estado leyendo mi diario, imagino que te habrás hecho una ligera idea de lo mucho que me gusta fantasear con que mi vida es una película. Por eso, no pude desperdiciar la ocasión de incitar a mi mejor amiga, a que nos hiciéramos un tattoo juntas en algún estudio cutre con un tatuador obeso y peludo del old school. Y así fue.
Nune accedió con la condición de que ella elegía qué nos tatuábamos. Entramos a un estudio de mala muerte y mi mejor amiga, que en aquel momento estaba dejando de serlo de golpe, le obligó a dibujar corazoncitos, diminutos y coquetos, al tatuador vikingo con semblante de pocos amigos. Yo sudaba, no por el miedo a que me inyectara tinta, si no porque pensaba que iba a terminar tatuándonos un pene, de lo que le estaba sacando de quicio Edurne. Tres horas y más de cinco folios llenos de corazones más tarde, mi amiga sentenció: “¡Este me encanta!”. El tatuador y yo nos miramos y pensamos al mismo tiempo: “Pero si son todos iguales”. Mira, no había caído en que ahí mismo tuvimos un íntimo encuentro de mamilahpinatapai.
Al final salimos de ahí sintiéndonos jóvenes, rebeldes y salvajes estrenando nuestro diminuto corazón en la clavícula.
Sí, la historia dista bastante de lo que me había montado en la cabeza sobre entrar borrachas y tatuarnos un gremlin o algo que fuese horrible y no acordarnos al día siguiente de lo que había pasado. Pero aún no pierdo la esperanza de que pase. Cuando salga de aquí, aún me quedan muchos sueños por cumplir.
Eso sí que sería salvaje y no llevar aquí 32 días obligando a Gordo a posar para mí.