DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 49. LA NOSTALGIA ES MI HOGAR
DIARIO DE UNA CONFINADA
DÍA 49. LA NOSTALGIA ES MI HOGAR
Haciendo cuentas, creo que a lo largo de mis 32 años he vivido en más de diez casas distintas. A mi madre siempre le ha gustado lo de mudarse, recolocar muebles, abrir cajas y renovar las rutinas. Me acuerdo de todas mis casas, excepto de la de San Sebastián porque era una renacuaja que sólo abría los ojos para mamar.
He soñado a menudo con volver a algunas de ellas. No sé dónde vi un documental que trataba sobre una familia de un montón de hermanos que volvían a la casa donde se habían criado treinta años después. Qué manera de llorar, ellos por volver a pasear nostálgicamente por su infancia y yo porque si veo a alguien hacerlo, le imito. Soy así de envidiosa.
Me sentí muy identificada y me imaginé que volvíamos a nuestra casa de Honduras. Allí vivimos casi un lustro. De los ocho a los doce años estuve allí. Tengo tantos recuerdos de aquella experiencia que creo que cuando sea viejecita y mi memoria comience a ausentarse, repetiré una y otra vez las historias que acontecieron en Tegucigalpa. Como los veteranos de guerra que, al llegar a la vejez, te cuentan cómo vivían atrincherados esperando a que los rusos muriesen congelados antes que ellos.
Me gustaría saber qué es lo que provoca que determinados recuerdos se queden anclados para siempre y, otros, vuelen ágiles al olvido.
El caso es que en Honduras vivimos en dos casas. La primera estaba en pleno centro de Tegucigalpa y teníamos un jardín muy cuco. Ni muy grande, ni muy pequeño. En la parte de atrás había un muro que separaba nuestra linda casita de un río. Por aquella época, mi hermano David tendría cinco años y una tarde estaba él en su motito de plástico paseándose por la parte trasera del patio cuando de repente, se escuchó un estruendo que casi nos deja sordos. Salimos todos al jardín para ver qué había pasado. Nos encontramos a David, sentado en su motito mirando el río atónito. El muro que nos separaba de la corriente de agua, se había derrumbado y milagrosamente, en vez de aplastar a mi hermano pequeño, cayó todo hacia el lado del río.
Aquello fue una señal de que teníamos que mudarnos. Dicho y hecho. En cuestión de una semana (eso creo yo porque ya sabes que cuando eres tan pequeño, la noción de espacio y tiempo es un tanto difusa) nos mudamos a una casa gigante en lo alto de una montaña.
Allí vivimos cien mil aventuras. Teníamos una selva privada, una pista de baloncesto e incluso una liana para balancearnos como Tarzán enganchada a una de las ramas del árbol de la Ceiba. También había ardillas, guasalos, ratas gigantes, serpientes y un montón de bichos extraños. Aún no entiendo de dónde sacó mi madre tanta valentía para seguir a mi padre hasta Centro América con cinco hijos tan pequeños. Pero no te imaginas lo mucho que les agradezco que me permitiesen vivir semejante aventura.
Allí mi hermano Juanma estrelló el coche de mi padre contra la verja de la entrada, mi hermano Abraham casi nos deja ciegos a todos porque se encontró un spray de pimienta, que mi madre guardaba en su bolso, y fue rociando toda la casa porque pensaba que era aromático. Mi hermano Pepe... Joder mi hermano Pepe era el mejor porque nunca la liaba. O lo hacía pero era tan inteligente que jamás nos enterábamos. Mi hermano David casi se quedó sin mano al subirse a un lavabo y destrozarlo, y mi padre se entretenía asegurándonos para hacer rápel en una de las paredes de la casa. Imagino que mi madre se pasaba el día rezando para que no muriésemos ninguno. No me preguntes cómo ocurrieron todas estas cosas porque entonces tendría explicarte otras tantas y claro, no es plan de que mi diario se convierta en la Biblia de los Puerta.
Uno de mis sueños -que pienso cumplir antes de que se me pare el corazón- es volver a esa casa y pasear de nuevo por todos los cuartos. Buscar indicios de la era de los Puerta en nuestras antiguas habitaciones y revivir esa infancia tan intensamente bonita. Lloraré tanto que igual puedo volver a nado a España, quién sabe.
En esta último piso, me quedan tan sólo un par de semanas y volveré a mudarme. El confinamiento ha hecho que me dé cuenta de hacia dónde quiero orientar mi vida y ahora mismo, vivir en pleno centro de una ciudad y sentirme completamente rodeada de cemento es lo último que quiero. Necesito el mar y las montañas. Y así quizás, alejándome de esta realidad, algún día eche la vista atrás y sonría al ver este balcón desde el que te escribo, mientras le digo a alguien: mira, allí también tuve un hogar.