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DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 47. ¿CUÁNDO ES LA DESPEDIDA?

DIARIO DE UNA CONFINADA

DÍA 47. ¿CUÁNDO ES LA DESPEDIDA?

Tú y yo sabemos que las despedidas de soltera son un peligro. Pero no por el rollo del gigoló, que por cierto, a mí nunca me ha hecho mucha gracia que un desconocido con las cejas mejor depiladas que yo, se ponga a restregarme sus músculos y a mover la cintura, como si su vida dependiese de que un hulla hoop invisible, no se le cayese al suelo.

Más bien es peligroso porque te juntas con amigas que, en muchos casos ya tienen hijos y sus tiempos de “jóvenes, rebeldes y salvajes” pertenecieron a otra época. Entonces ese fin de semana volvéis todas a comportaros como auténticos gremlins a los que les han concedido la libertad condicional por un par de días.

Aquel viernes, cuando secuestramos a Lara y la disfrazamos de atún (no recuerdo por qué pero seguro que fue una buena idea), cambiamos de provincia y aparecimos en San Sebastián. Tierra que fue testigo de mi nacimiento y también, como veréis a continuación, de una de las mayores borracheras de mi vida. Nos hospedamos en un camping que había en lo alto de Igueldo. Las vistas estaban guays porque veías toda la costa pero soplaba un viento helado que te paraba el corazón. Así que decidimos que era momento de calentarse a base de ginebra, cerveza, ron, vino... Todo con algún tipo de grado, era bienvenido al paladar.

Después de cantar, reír, llorar, rememorar y abrazarnos intensamente, nos fuimos a lo viejo. Allí ya no sé qué pasó. Recuerdo mucho Jaggermaister, varios bailes tan divertidos como patéticos, algún que otro intento de ligue con el típico vasco surfero y de repente, encendieron las luces del local y los gremlins tuvimos que volver a la cima de Igueldo para evitar que la luz del sol nos matase. Nos llevó un rato organizarnos para subir en tres taxis. Imagínate a diez mujeres discutiendo sobre por qué habíamos decidido irnos a dormir al monte como si nos creyésemos Heidi, en vez de pillar un hostal de mala muerte en pleno centro.

Al poco rato, ya iba con la ventana abierta y asomando la cabeza como Gordo cuando se cree que está en una película americana y suenan the Lumineers de fondo. Sólo que en mi caso, estaba evitando a toda costa vomitar y de banda sonora el taxista nos deleitaba con Radio María. No me he sentido tan impura en toda mi vida.

El caso es que cuando el taxista estaba a punto de parar en la entrada del camping, vi la típica barrera que hay puesta para que no pasen los coches. Nunca entendí por qué (Dios sabe la de veces que me lo he preguntado) pero al verla, tuve una regresión a aquellos tiempos de cría cuando jugaba a dar volteretas en las barandillas del colegio. Acto seguido, el taxi paró, yo me bajé y fui corriendo veloz hacia la barandilla mientras gritaba: ¡¡VOY A HACER UNA VOLTERETAAAAAA!!

Me lancé. Di un salto enorme, como si estuviera compitiendo en las Olimpiadas, y me agarré a la barandilla para dar una voltereta espectacular.

Pero lo único espectacular de aquello fue cómo mi cabeza se estrelló contra el suelo. Porque la barandilla no era fija. En mi cabeza jamás existió esa posibilidad. Hasta que se hizo realidad, claro.

Me quedé clavada en el cemento como si estuviese en un capítulo de Tom&Jerry y fuese el pobre gato que siempre estaba a punto de morir por culpa de Jerry. Sólo que Jerry sería el Jaggermaister. Además llevaba una falda de tutú rosa como complemento de la despedida, que con mi caída estaba del revés. Vamos, que si me dejan ahí tirada no me recoge ni el camión de la basura.

Seguro que te estás riendo pero en aquel momento, sólo se escuchaba a mis amigas murmurar: “Madre mía, que se ha matado”. Fue entonces cuando varias se atrevieron a acercarse y me ayudaron a despegar mi cara del suelo mientras gemía: “Ayyyy, qué dañooo, yo creo que no me desmayo del dolor porque el alcohol está haciéndome anestesia...”.

Aquel final de noche, en el bungalow metidas, tengo grabada la imagen de cómo me miraban todas mis amigas. Como si de repente tuviese algo en la cara mucho peor que un moco. Entonces me acercaron un espejo y ahí lo vi: había nacido Bob. Un chichón que no paraba de crecer, rebasaba ya el tamaño del monte Igueldo, ubicado encima de mi ojo. Suspiré y farfullé: “joder, al menos podría haberme roto la nariz y así me la tendría que operar y se me quedaría mejor que el pepino que tengo en medio de mi cara”. Nos reímos hasta que amaneció.

Cuando recordamos la despedida de Lara, seguimos riéndonos tanto que creo que mis cuadraditos de la tripa están patrocinados por Bob. Venga vale, no tengo cuadraditos, pero si algún día salen, todos los créditos van para mi chichón.

Hoy me he acordado de esto porque parece ser que pronto vamos a poder abandonar nuestras celdas y me da miedo de que haya más gremlins como yo sueltos, y nos dé por hacer volteretas de la emoción.