DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 41. ¿DÓNDE ESTÁN LOS TROLLS?
DIARIO DE UNA CONFINADA
DÍA 41. ¿DÓNDE ESTÁN LOS TROLLS?
A las personas que quiero les regalo fotos o libros. Es una regla que me marqué hace tiempo, cuando era aún más pobre que ahora. Si fuese rica, supongo que les regalaría un avión o una isla. Pero dentro siempre les metería alguno de mis libros favoritos o un retrato donde se les escapase una chispa de su alma.
Si lo piensas detenidamente, los regalos que son puramente materiales terminan quedándose en el olvido. Tiene que haber una historia detrás que los acompañe porque si no, carecen de valor. Supongo que por eso me gusta tanto arrimar palabras y hacerlas bailar alrededor de una historia. Me pasaría la vida escuchando a desconocidos contándome sus aventuras.
A la gente le suele extrañar mucho que, en ocasiones, disfrute viajando sola. Lo que no saben es que siempre llevo conmigo un montón de personajes. ¿No te ha pasado alguna vez que te sorprendes a ti misma preguntándote cómo estará el protagonista de un libro que te leíste hace un tiempo? Si eres psiquiatra no tengo duda en que ya me estás escribiendo una prescripción médica; pero si amas los libros seguro que estás sonriendo de modo cómplice.
Cuando no te queda nada, cuando la soledad se convierte en un gigante al que no puedes aplastar y crees que la única salida está en seguir cavando un poco más profundo el foso, se enciende un recuerdo y una voz te dice desde dentro: ¿te acuerdas de...? Y de golpe, el gigante es minúsculo, el corazón galopa y sientes que por tus venas corre de nuevo la vida intensamente.
¿Te acuerdas de los trolls de pelos fosforitos que teníamos todos los críos? Pues si tienes uno por ahí y no le haces caso, me lo puedes regalar que me haría un montón de ilusión volver a tener uno. Mi hermano David me dice que está feo que vaya pidiendo cosas por ahí, pero yo le digo que más feo está querer algo y no hacer nada para conseguirlo. Bueno, a lo que iba. En aquella época, mis hermanos mayores me contaban que los trolls tenían vida propia pero que sólo se movían cuando nadie les miraba. Así que se pasaban el día divirtiéndose jugando a moverlos de un sitio a otro sin que yo me enterara. Aún recuerdo lo emocionante que me parecía aquello y lo mucho que flipaba al rebuscar por toda la casa a ver dónde se habían metido. Cuando los encontraba les solía hablar en susurros pidiéndoles que me chivaran su secreto. Pero nada, no funcionó.
Luego crecí y esa magia se fue disipando poco a poco. Pero siempre lucho por volver, al menos un ratito al día, a ese lugar repleto de historias, imaginación e inocencia. Es mi manera de colorear las nubes grises que, de vez en cuando, se atascan en mi cabeza.
Al fin y al cabo, el único arma que tenemos para vencer al maldito tiempo son las historias.
Feliz día del libro.