DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 38. MAR O MONTAÑA
DIARIO DE UNA CONFINADA
DÍA 38. MAR O MONTAÑA
“¿Eres de mar o de montaña?” Cuando me han hecho esa pregunta, nunca he sabido contestarla. Pero últimamente sueño con el mar. Dormida y despierta. Cierro los ojos y me imagino conduciendo hacia él. Aparece un cartel que anuncia que quedan diez kilómetros para comenzar a ver pescadores en el horizonte y automáticamente bajo la ventanilla de la Blackie. Respiro. Huele a libertad. A mar.
Gordo tiene ojos de humano y a veces se me queda mirando fijamente y estoy segura de que me quiere transmitir un mensaje por cómo mueve las cejas: “Humana, me aburro. ¿Cuando me llevas a que busque cabras por el monte y las persiga?” u opción dos: “Humana, tu quieres que tú y yo ñiki ñiki ñaka ñaka?” Te reirás pero llegados a este punto, hasta me siento halagada.
En fin, creo que es obvio que esta situación nos está afectando mentalmente a ambos. Pero aún aguantamos. Somos perseverantes y casi siameses. La foto lo confirma.
Esta es la segunda vez en la vida en la que he sentido que podía morir en cualquier momento. La primera fue en México.
Volvamos atrás en el tiempo.
Justo me voy de viaje a la costa a surfear, reír y comer tacos. De la noche a la mañana, anuncian que un huracán, que iba en otra dirección, ha cambiado de parecer y viene directamente al pueblecito chingón donde me hospedo. Todo ocurre muy rápido. Desalojan el hostel y se llevan a los turistas a un lugar más a salvo. Yo no me entero de nada porque estoy por la playa buscando tortugas gigantes (es justo la época en la que dejan los huevos en las playas). Así que soy una de las pocas turistas que se quedan allí a ver si el huracán nos mata a todos o si sobrevivimos dichosos. Mi madre me llama desde España con el corazón atragantándosele en la boca: “es que he visto en las noticias que va, hacia donde estás, un huracán”, yo la calmo comentándole que el Gobierno ya ha tomado las medidas necesarias para proteger a la población y que todo está muy tranquilo. Ella se lo cree porque aún no ha llegado el Coronavirus y esa frase, por aquel entonces, sonaba muy tranquilizadora. Cuelgo el teléfono y un minuto después, una palmera se cae frente a mí. El viento comienza a soplar violentamente. No para de llover angustiosamente. Sólo tengo chancletas. Unas horas antes estaba en la playa bebiéndome una chela y ahora no se ve la luz del sol. El mar parece tener tanta hambre que se va a comer todo el pueblo y yo empiezo a gritarles a los paisanos con los que me encuentro: ¡¡¡PERO, ¿ES QUE VAMOS A MORIR HOY?!!! Ellos, si se mueren de algo, es de risa al ver a la españolita histérica. Me dicen que hace veinte años que no pasa ninguna catástrofe natural en San Pancho. Ese argumento me parece tan fútil como cuando alguien dice que no va a haber una tercera guerra mundial porque ya hubo una segunda y de esa aprendimos mucho. Sí, claro. Tiene su sentido.
Al final, decido que la mejor opción que me queda es beberme todas las cervezas que dormitan en el frigo de mis amigos argentinos y caer dormida. Si me muero que sea durmiendo, por Dios.
Al día siguiente me despierto y todo está en calma. El huracán se acercó pero no entró en San Pancho. Hizo el amago de entrar y al final no. Nunca me había alegrado tanto de que alguien (o algo en este caso) me hiciera una cobra.