DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 29. A LA SOBERBIA HAY QUE MIRARLA POR ENCIMA DEL HOMBRO
DIARIO DE UNA CONFINADA
DÍA 29. A LA SOBERBIA HAY QUE MIRARLA POR ENCIMA DEL HOMBRO
Cuando entro en la casa de alguien suelo curiosear qué libros tiene, qué fotos ha enmarcado, los colores con los que ha decorado su hogar... Todo cuenta algo de una persona. Hasta la manera en la que alguien se mete la mano en el bolsillo. Es el arte del lenguaje mudo, que cuenta mucho más que una conversación mundana.
Seguro que te ha pasado más de una vez que alguien, a quien consideras feliz, dulce y sereno, se pone a conducir un día y le sale el gremlin que lleva dentro. Comienza a gritar a otros conductores barbaridades, maneja el volante irascible y toca la bocina tanto, que más te vale no estar de resaca en ese trayecto. Evidentemente, a esa persona le pasa algo y nada tiene que ver con el tráfico.
Yo era así en mi época joven. Me creía tristemente invencible y conducía bruscamente. Supongo que una parte de mí se sentía frustrada por llegar tarde a todo, y creería que si al menos reducía las distancias en el coche, de alguna manera aliviaría la rabia interna. Mi gran amiga la impaciencia empujándome, ya sabes.
Una mañana, que cogí el coche para ir a un estudio de fotografía donde trabajaba, hice la misma ruta de siempre y en una curva de la carretera, faltaba un trozo de quitamiedos. Me llamó la atención, y al observar mejor, vi que un camión se lo había comido y se había deslizado por un terraplén hasta caer siniestrado en unas huertas que estarían a unos 15 metros de distancia vertical. Las autoridades ya estaban moviéndolo con grúas para sacarlo de ahí. Bufé y me dije a mí misma: “pero, ¿cómo ha podido caerse por ahí si en esta curva es casi imposible estrellarse? Menudo patán”. Sí, así de soberbia era.
Al día siguiente, llené el depósito de gasolina, me compré unos donuts de chocolate para desayunar e hice el mismo recorrido al trabajo. Iba escuchando alguna canción de The Moldy Peaches que siempre me ponían contenta al madrugar, cuando de pronto el coche comenzó a resbalar y perdí el control. Estaba en la misma curva donde el camión se había estrellado. Vi cómo avanzaba suavemente hacia el espacio donde justamente no había quitamiedos y empecé a decir frenética: “¡no, no, no, no, no, no, no, no, no!”. Pisé el freno como pude, y cuando golpeé con el morro el lugar donde comenzaba de nuevo el quitamiedos, respiré y pensé: “¡Uf, por los pelos!”.
Pensaba que me había librado, pero no. Con el impulso del golpe, mi Nissan se puso de culo y comenzó a caer estrepitosamente pendiente abajo por el hueco maldito que el camión había dejado la mañana anterior. Fue como si algún dios gigante le soplase a mi nissan de hojalata para cambiar mi suerte.
No sé cuantos segundos fueron de caída, pero yo sólo pensaba en que no quería morir de una manera tan absurda, al tiempo que levantaba el freno de mano constantemente para ver si frenaba la caída. Llegué hasta abajo y volqué. Me quedé colgando del cinturón. Fue muy extraño observar todo desde esa perspectiva. Mis donuts estaban por ahí ensuciando la luna rota, mi bolso se había abierto y el motor continuaba encendido. ¡Mierda, el motor! Lo apagué rápidamente porque recordaba que en la serie de MacGyver muchos coches explotaban por no apagarlos. Eso de que cuando estás a punto de morir ves tu vida pasar es mentira. Verás a MacGyver, o a Rambo, o a Rocky. Y las generaciones jóvenes que algún día nos gobernarán, pues verán a Pocoyo o, en el caso de que sean muy malotes, a Bob Esponja.
Después busqué mi móvil y llamé al 112 y les dije: “Hola buenas, me acabo de estrellar con mi coche y estoy bocabajo pero me da miedo moverme porque no sé dónde he caído y sólo veo hierbajos gigantes por las ventanas.”
A lo que la recepcionista me dijo: “Pero, ¿puedes mover las piernas?”. Uff, menuda pregunta, ni me lo había planteado. Un segundo pasó hasta que vi mis piernas balancearse bajo mis órdenes. Fue el segundo más eterno de mi vida. Le contesté aliviada: “Joder, ¡qué susto me has dado! Sí que las puedo mover sin problemas.” Me informó de que los bomberos estaban de camino y que esperase tranquila.
Mientras me auto-animaba por lo bien que estaba gestionando el haber dado una vuelta de campana, haber siniestrado mi coche y continuar aún dentro, abrió la puerta del copiloto un chico que estaba tan blanco como mi amiga Poe cuando va a empezar el verano. Me miró estupefacto y yo le dije: “¡Ay qué alegría que me vas a ayudar a salir!”
Él balbuceaba: “es que te he visto en la carretera y de repente has desaparecido y... Madre mía ¡qué susto!”. Yo le contesté intentando ponerle gracia al asunto: “Ya, es que a veces me da por hacer magia mientras conduzco”. Nadie se rió. Evidentemente.
Salí de ahí arrastrándome y cuando respire el aire del exterior me exalté de felicidad. A los que habían parado sus coches al verme caer y estaban esperando lo peor les grité desde abajo: ¡Estoy bien! ¡No me ha pasado nada! ¡¡SOY INMOOOORTAL!! Bueno, esto último no pero, ¿a que hubiera molado bastante?
Llamé de nuevo al 112 y les dije que ya no necesitaba a los bomberos porque había conseguido salir del coche. Pero que me daba mucha pena no poder conocerles y permitir que me cargaran en brazos para luego llevarles algún día al parque de bomberos, un pastel para agradecerles que me salvaran la vida. Vale, ya paro. Es que me he criado en el cine americano, qué esperas.
Aquel día tan agotador e intenso, aprendí que por más que apriete el freno, si la vida no quiere que funcione, no va a funcionar. Fue la primera vez que la magistral lección de que yo no tengo el control sobre absolutamente nada en mi vida, me golpeó duramente.
La segunda vez que recibí el mismo sermón da para otra historia que quizás, algún día me atreva a contarte.
Y la tercera vez que la vida me alecciona sobre ello, es ésta con el coronavirus.