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DIARIO DE UNA CONFINADA. DÍA 11: MI POLLITO YELLOW

DIARIO DE UNA CONFINADA

DÍA 11: MI POLLITO YELLOW

Ayer terminé de leerme “De repente en lo profundo del bosque” de Amos Oz. Me llamó la atención por su título y su contenido cumplió con las altas expectativas que tenía. El libro va de un pueblo del que, por un motivo que no puedo desvelaros, desaparecen de la noche a la mañana todos los animales y sus habitantes viven tristes sin ellos. Nunca me había planteado algo así pero ahora, como ya he visto que es posible todo, empiezo a pensar en cosas horribles que podrían pasarnos. Me imagino una vida sin Gordo o sin escuchar pajaritos en el bosque o sin poder ver los documentales de National Geographic de tiburones y me pongo triste. Una parte de mí moriría, porque todos esos latidos acelerados que alguna vez me ha provocado ver algún animal salvaje libre, ya jamás volverían a ocurrir y claro, el corazón se me haría viejo al no necesitar latir tanto.

Ahora me vienen a la cabeza un montón de anécdotas relacionadas con animales. Cuando éramos pequeños, a mis hermanos mayores les dieron a cada uno en el colegio un pollito para que aprendiesen a cuidarlo y cada uno se hiciese responsable del suyo. Yo, que les imitaba en todo, exigí mi pollito amarillo. Lo llamé Yellow y por un breve corto período fuimos felices juntos. Luego ya no fuimos porque yo viví y él murió. Pero ojo, yo no lo maté. Por aquel entonces, vivíamos en una casa enorme y en el jardín, parte del suelo estaba cubierto de madera y debajo había huecos por los que paseaban guasalos, ratas e incluso serpientes. No es que viviésemos en la inmundicia si no que residíamos en Honduras y allí la vida salvaje se mezclaba con la urbana. Una tarde, salimos fuera a ver correr a los pollitos y de repente el mío se coló debajo del suelo de madera. Entre los tableros había huecos vacíos por los que podía observar a Yellow mientras le llamaba ansiosa para que saliese de ahí. Escuché su “pío, pío” varias veces hasta que de pronto apareció otro cuerpo que no era “Yellow” si no blanco y supe que era el final. Una rata de ojos rojos devoró a mi pollo en mi presencia. Nunca me había parado a pensar mucho en aquello hasta hoy y tampoco recuerdo si le hicimos un funeral o qué pasó con el resto de pollitos de mis hermanos. Lo que sí aprendí de aquella experiencia es que quien se inventó lo de que da mala suerte cruzarse con un gato negro es porque nunca ha visto a una rata blanca cruzarse en su camino. Eso sí que es escalofriante.

Quizás otro día os cuente cómo una vez en un restaurante donde había monillos danzando libres y robando comida, uno de ellos se encariñó de mi madre. El animal no paraba de abrazarla intensamente y ella estaba encantada porque es tan buena que si pudiese cuidaría y mimaría a todos los seres vivos del planeta. Le hicimos muchas fotos con su monijo. Pero al rato nos teníamos que ir y mi madre se lo quiso quitar de encima. Grave error. El mono no la soltaba y cuando mi padre se acercaba a intentar quitárselo éste nos enseñaba los dientes amenazante. ¿Cómo puede ser que tengan una cabeza tan pequeña y unos dientes tan gigantes? Qué desproporción más grotesca. Al final, lo engañamos dándole un plátano y huimos rápido de aquel lugar gobernado por monos posesivos.

Ahí también aprendí que nunca hay que fiarse de los monos: cuanto más tiernos, peores son. Y de los delfines tampoco. Éstos últimos nunca me han hecho nada, pero a mí no me engañan con su apariencia dócil.

Ahora que lo pienso, sólo te he contado experiencias traumáticas con animales cuando lo que pretendía era justo lo contrario. Es que es martes y en Murcia está lloviendo como si fuera domingo y aún viviese en Pamplona, y claro mi cabeza está hecha un lio.