AMORES FELINOS DE VERANO
El viernes llegué a Murcia con mi Gordo, a quedarme unos días en el mausoleo que se han comprado mis padres. Mis ocho horitas de viaje más extras debido a la operación salida de agosto, más ola de calor extremo, me han dado para planificar mentalmente mis días a remojo en la piscina con mojitos para almorzar, comer y cenar. Pero claro, “ni mojito ni mojita”, como diría mi madre.
Nada más llegar, la gata de la matriarca, bautizada como Pitipiti, ha pegado tal brinco al ver a mi perro que me ha dado una pena terrible que no existan las olimpiadas gatunas, porque fijo que se llevaría varias medallas. Luego la cosa se ha calmado, aunque mis sobridemonios andaban paseando por la casa, cual zombies porque TODOS tenían gastroenteritis. Me he santiguado varías veces a modo de vacuna, porque a mi cuerpo lo de vomitar y tal, le suele parecer un plan apetecible. He cenado algo rápido y me he metido al Gordo al cuarto a dormir, ya que mi madre temía por la salud de Pitipiti. Total, que tras dos horas de jadeos perrunos, decido sacar al perro para que duerma en el patio ya que dentro hasta el ventilador sudaba. Claro, la gata diabólica lo ve, pega otro brinco olímpico y se escapa de casa. Evidentemente, mis neuronas también estaban de vacaciones, de ahí mi retraso. Pero oye, me voy a dormir tan ancha, pensando que una noche al aire libre mirando las estrellas a nadie le viene mal.
Mientras me bebo el café matutino noto a mis padres tensos y al final me comentan que la felina sigue en paradero desconocido y claro, ya comienzo a preocuparme. Así que empezamos a mirar huecos, cajas, armarios... Y nada. A las cuatro horas el patio es un infierno y a mí me empiezan a entrar dudas acerca de si la Pitipiti se habrá chamuscado ya. En toda esta situación, imaginaros a ocho niños salvajes correteando por la casa y bañándose en el agua. Me habían prometido vacaciones, y en realidad estoy en el infierno. Pero cuando uno entra en un túnel en algún momento se ve la luz. Quien dice luz, dice maullido. Sí, casi imperceptible, entre unos setos que nos separan del vecino. Ahí está mi salvación. Cogemos el kit de supervivencia que en este caso consta de una sierra eléctrica, un cuenco de agua y las chuches favoritas de la Putapiti.
Unos cuantos setos podados más tarde, seguimos sin encontrarla y aquel maullido nos parece que han sido sus últimas palabras. Mi madre llorando, yo desquiciada y mi padre a tope con la sierra eléctrica. De repente, la escuchamos de nuevo y ahí ya sí que me flipo y comienzo a arrastrarme entre matojos y... ¡¡¡Por fin!!! Está ahí, detrás de los putos setos, sí, pero al otro lado de la valla, en casa del vecino. Así que mi madre se queda hablándole a su hijanimal para que no se mueva de ahí y mi padre y yo vamos con andares heroicos a tocar el timbre a casa del vecino. Evidentemente y visto lo que el karma nos quiere, no hay nadie. Así que yo, que ya estaba en modo súper heroína, le digo a mi padre: “ayúdame a subir la pared que me cuelo y la rescato en un momento”. Mi padre asoma sus dudas, pero yo le digo en tono peliculero dramático: O me ayudas o la gata muere y aguanta a mamá luego.
Así que nada, ya me pueden detener por allanamiento, una cosica más. Veo a lo lejos a la Putapiti, la agarro triunfante pensando en la alegría que va a llevarse mi madre pero de repente, la hijanimal comienza a retorcerse como si la hubiese poseído el mismísimo Satán y yo me quito mi capa de súper heroína y me pongo la de mujer con fobia a los gatos. La suelto sin grandes arañazos, vuelvo al portón para comunicarle al padre que la madre tiene que saltar el portón y coger ella a la hijanimal diabólica, porque yo paso de quedarme tuerta en el intento.
Así que nada, mi súper madre a los 60 años, comete también delito de allanamiento, pero es que el instinto materno de protección no conoce de leyes. Emocionada, no para de gritar Pitipitiii, Pitipitiiii mientras esquivamos gallinas y demás. Pero el jolgorio se torna en terror cuando la agarra y la felina desagradecida comienza a bufarle y a arañarle. En ese momento, yo pienso que a mi pobre Gordo no se le permite ni gruñir, pero los gatos pueden tener siete vidas y muy poco respeto hacia sus dueños. Mucho racismo animal veo yo. Claro que la gata, que no había salido de su hogar más que cuatro veces contadas, y la mayoría de ellas drogada, debía llevar encima tal trauma que le mirabas a los ojos y no sabías si estabas viendo sus pupilas o las de algún kinki de la ruta del bacalao. Pero lo mejor ha sido la operación salida de casa ajena. Con la emoción del rescate, uno se olvida de la gestión eficaz del proceso. Error de principiante.
El caso es que he aupado a mi madre con gata salvaje en brazos y cuando estaba en la frontera, le ha pasado el paquete peludo a mi padre. No veáis qué situación más dantesca. La gata se ha revolucionado contra el sistema y claro a través de la verja mi madre y yo observábamos atónitas cómo le mordía a mi padre por todos lados, se erizaba y se retorcía. La niña del exorcista parecería tierna a su lado. La banda sonora estaba compuesta por unos maullidos, que bien podrían ser de cualquier león de la sabana, y por cuantiosos gemidos de dolor de mi padre acompañados por un vocabulario muy extenso de palabrotas. Yo le gritaba, ¡¡¡agárrala del cuello!!! mientras me tapaba los ojos por miedo a que me salpicara la sangre. Y mi madre, dato importante, SE REÍA. Claro, son 40 años de matrimonio, no voy a juzgar yo eso. Al fin, el padre la ha cogido del cuello y ha conseguido encerrarla en casa.
Felicidad, abrazos y paz. Por fin.
He aprendido dos cosas:
-Las vacaciones en agosto sólo molan en los anuncios de Estrella Damm.
-Creo fervientemente que los humanos que adoran a los gatos son extraterrestres camuflados.